PARABOLA 1

“En una lejana comarca vivía un padre con uno de sus hijos, a quien amaba entrañablemente.
El hijo enfermó y viendo el padre que peligraba su vida, le llevó a una explanada, donde se encontraba un anciano que regía los destinos de aquella comarca, y al llegar ante sus plantas así habló al anciano: Mi hijo está enfermo y mi mayor deseo es que encuentre alivio, porque si él muere, yo también moriría de dolor.
“Tu hijo sanará y retornará a la comarca lleno de vida y fortaleza”, le dijo al anciano, y mientras pronunciaba estas palabras, tocó al enfermo y éste sano.
De retorno a la comarca, el Padre contempló a su hijo robusto y lleno de salud. Pasó el tiempo y aquel hijo se sintió fuerte, arrogante y encaminó su planta por veredas torcidas tomando frutos venenosos que enfermaron su cuerpo y su espíritu. Desconoció a su padre y su corazón sólo abrigaba sentimientos de odio y destrucción.
Su padre, al contemplarlo perdido en ese abismo de maldad, fue a la explanada y dijo al anciano: Buen anciano, mi hijo ha tomado el camino tortuoso que lo ha hundido en el abismo.
¿Por qué lloráis, le dijo el anciano?
Lloro al ver la perversidad de mi hijo. He esperado sea levantado su espíritu de este mundo pero ese momento no llega y ya no puedo soportar su maldad.
El anciano le contestó: Pediste que viviera, y él ha vivido. ya era tiempo de que sus pasos hubieran cesado en la Tierra, mas he aquí que debéis aprender a pedir y a conformaros con mi voluntad”.
Israel amado: Yo siempre soy justo en mis determinaciones. ¿Por qué a veces queréis intercalaros en mis altos designios? ¿No sabéis que los que parten a la morada espiritual, penetran en la verdadera vida? No os opongáis, por el contrario, ayudadles a que partan con vuestra conformidad, para que su paso de este mundo al otro, sea lleno de firmeza y de comprensión espiritual.
Buscadme como Padre, conoced mi amor, mi sabiduría y mi justicia; venid a Mí por la escala de la oración, de la fe y de las buenas obras.

 

¡MI PAZ SEA CON VOSOTROS!

P A R A B O L A  2

“En medio de un huerto floreciente, se encontraba un anciano venerable contemplando lleno de gozo su obra. Una fuente que desbordaba sus aguas cristalinas regaba el cultivado huerto. El anciano quería compartir sus frutos e invitaba a los caminantes a disfrutar de sus bienes.
Hasta él llego un varón enfermo, leproso. El anciano lo miró con amor, lo recibió y le preguntó que solicitaba. El caminante le dijo: No te acerques a mí porque estoy leproso. El anciano, sin sentir repugnancia, lo hizo pasar, le dió abrigo en su casa y lo alimentó sin preguntarle la causa de su mal. El leproso estando bajo la protección del anciano, limpió su cuerpo y lleno de gratitud le dijo: Me quedaré contigo, porque tú me has devuelto la salud, yo te ayudaré a cultivar tus tierras.
Después llego hasta aquel lugar una mujer, con la desesperación reflejada en el rosotro y el anciano le preguntó: ¿Qué necesitáis? Y ella llorando, contestó: No puedo ocultar mi falta, he adulterado y he sido arrojada de mi hogar, mis pequeños hijos han quedado abandonados. El anciano le dijo: No volváis a caer en adulterio, amad y respetad a vuestro esposo, y mientras volvéis a vuestro hogar, bebed de esta agua cristalina y purificáos. Mas la mujer replicó: No puedo volver, mas haz llegar a mi hogar tu llamado y yo quedaré a tu servicio.
Pasaron los días, y los pequeños que habían quedado solos, fueron en busca del buen anciano porque sabían que repartía caridad y a ellos les dijo: ¿Qué buscáis? Y ellos contestaron: hemos quedado solos en el hogar, nuestros padres nos han abandonado y venimos a ti en busca de pan y de abrigo, porque sabemos que en ti los encontraremos. El anciano les dijo: Pasad, vuestros padres estan conmigo, descansad y reuníos con ellos.
Todos reunidos, en aquella bendita compañía, recobraron la paz, hubo perdón y reconciliación, y volvieron a la vida cotidiana. El padre regenerado, limpio de su lepra, volvió a cobijar bajo su techo a la mujer y dio calor a los pequeños. Ella, arrepentida y limpia, fué regazo para el varón y cuna para sus hijos. Los pequeños, que creían haber perdido para siempre a sus padres, dieron gracias al anciano por devolvérselos y por permitir que su hogar fuese reedificado”.
En verdad os digo: si me buscáis en vuestros más grandes problemas, encontraréis siempre solución para ellos.
Yo soy el anciano de la parábola. Venid a Mí, Yo a nadie rechazo,antes bien, me sirvo de vuestras pruebas para purificaros y acercaros a Mí. venid todos, recobrad la paz y la salud. Bebed de la fuente cristalina y sed salvos. Porque Yo soy el Libro de la vida y os he presentado una página más para que la estudiéis y seáis fuertes en mi enseñanza. ¿Queréis seguir adelante en este camino. Conoced mi Ley y dad cumplimiento a cada uno de mis preceptos. No déis a vuestro Padre amargura, no me hagáis padecer. Mirad que mi sacrificio es constante; por vuestra duda e incomprensión, me lleváis a cada instante a la cruz.

PARABOLA  3

Dos caminantes iban pasando lento por un extenso desierto, sus pies estaban doloridos por las ardientes arenas. Se dirigían hacia una lejana ciudad, sólo la esperanza de llegar a su destino les alentaba en su dura jornada, el pan y el agua se les iba agotando. El más joven de los dos comenzó a desfallecer y rogó a su compañero que continuase solo el viaje, porque las fuerzas le estaban abandonando.
El caminante anciano trató de reanimar al joven, diciéndole que tal vez encontrarían pronto un oásis donde reparar las fuerzas perdidas, pero aquel no se reanimaba. Pensó no abandonarlo en aquella soledad y a pesar de encontrarse también fatigado, echó sobre su espalda al compañero rendido y continuó trabajosamente la caminata.
Cuando ya hubo descansado el joven, considerando la fatiga que le ocasionaba al que sobre sus hombros le llevaba, se soltó de su cuello, le tomó de la mano y así continuaron el camino.
Inmensa fe alentaba el corazón del caminante anciano, la que le daba fuerzas para vencer su cansancio. Como lo había presentido, apareció en el horizonte el oásis bajo cuya sombra les esperaba la frescura de un manantial. Al fin llegaron a él y bebieron de aquella agua fortificante hasta saciarse. Durmieron con sueño reparador y al despertar sintieron que había desaparecido el cansancio, tampoco experimentaban hambre ni sed, sentían paz en su corazón y fuerzas para llegar a la ciudad que buscaban. No hubieran querido dejar aquel sitio, mas era menester continuar el viaje. Llenaron sus ánforas de aquella agua cristalina y pura y reanudaron su camino.
El caminante anciano que había sido el sostén del joven, dijo: Tomemos con medida el agua que llevamos, es posible que encontremos en el camino algunos peregrinos vencidos por la fatiga muriendo de sed o enfermos y será menester ofrecerles la que llevamos. Protestó el joven diciendo que no sería sensato dar lo que tal vez ni para ellos bastaría; que en tal caso, ya que tanto esfuerzo les había costado conseguir aquel precioso elemento, lo podrían vender al precio que quisieran.
No quedando satisfecho con esta respuesta el anciano, le replicó diciendo que si querían tener paz en su espíritu, debían compartir el agua con los necesitados.
Contrariado el joven dijo que prefería consumir él solo el agua de su ánfora antes que compartirla con alguien que se encontrara en su camino.
Nuevamente el presentimiento del anciano volvió a cumplirse, pues vieron adelante de ellos una caravana formada por hombres, mujeres y niños, que perdida en el desierto estaba próxima a sucumbir. El buen anciano se acercó presuroso ante aquellas gentes a quienes les dió de beber. Los caminates al momento se sintieron fortalecidos, los enfermos abrieron sus ojos para dar gracias a aquel viajero y los niños dejaron de llorar de sed. La caravana se levantó y continuó su jornada.
Había paz en el corazón del caminante generoso, mientras el otro, mirando su ánfora vacía, alarmado le dijo a su compañero que retornaran en busca del manantial para recuperar el agua que habían consumido.
No debemos regresar, dijo el buen caminante, si tenemos fe, adelante encontraremos nuevos oásis. Mas el joven dudó, tuvo miedo y prefirió despedirse ahí mismo de su compañero, para regresar en busca del manantial con la obsesión de la muerte en su corazón. Al fin llegó jadeante y fatigado, pero satisfecho bebió hasta saciarse, olvidándose del compañero que dejó ir solo, así como de la ciudad a la que había renunciado, decidiendo quedarse a vivir en el desierto.
No tardó mucho en pasar cerca de ahí una caravana compuesta por hombres y mujeres rendidos y sedientos; se acercaron con ansiedad para beber de las aguas de aquel manantial, mas de pronto vieron aparecer a un hombre que les prohibía beber y descansar si no le retribuían aquellos beneficios. Era el caminante joven que se había adueñado del oásis, convirtiéndose en señor del desierto.
Aquellos hombres le escucharon con tristeza, porque eran pobres y no podían comprar aquel precioso tesoro que calmaría su sed. Al fin, despojándose de lo poco que llevaban, compraron un poco de agua para mitigar la sed desesperante y continuaron su camino.
Pronto aquel hombre se convirtió de señor en rey, porque no siempre eran pobres los que por ahí pasaban, también había poderosos que podían dar su fortuna por un vaso de agua.
No volvió este varón a acordarse de la ciudad que estaba más allá del desierto y menos del fraternal compañero que le había llevado sobre sus hombros, librándolo de perecer en aquella soledad.
Un día vio venir una caravana que seguramente se dirigía a la gran ciudad, mas con sorpresa observó que aquellos hombres, mujeres y niños, venían caminando llenos de fortaleza y júbilo, entonando un himno. No comprendió este varón lo que miraba y su sorpresa fue mayor cuando vio que al frente de la caravana marchaba aquél que había sido su compañero de viaje.
La caravana se detuvo frente al oásis, mientras los dos hombres frente a frente se contemplaban asombrados; al fin el que habitaba en el oásis preguntó al que había sido su compañero: Decidme ¿Cómo es posible que haya quienes pasen por este desierto sin sentir sed ni experimentar cansancio? Es que en su interior pensaba lo que sería de él el día en que nadie se acercar a a pedirle agua o albergue.
El buen caminate le dijo a su compañero: Yo llegué hasta la gran ciudad, mas no sólo en el camino encontré enfermos, sino sedientos, extraviados, cansados y a todos los reanimé con la fe que a mí me anima, y así de oásis en oásis llegamos un día a las puertas de la gran ciudad, ahí fuí llamado por el Señor de aquel Reino, el que viendo que conocía el desierto y que tenía piedad de los viajeros, me dio la misión de volver para ser guía y consejero en la dolorosa travesía de los caminantes, y aquí me tenéis conduciendo una más de las caravanas que he de llevar a la gran ciudad. Y vos ¿Qué hacéis aquí? Preguntó al que se había quedado en el oásis. Este avergonzado, enmudeció. Entonces el buen viajero le dijo: sé que habéis hecho vuestro este oásis, que vendéis sus aguas y que cobráis por la sombra, estos bienes no son vuestros, fueron puestos en el desierto por un poder divino para que los tomara el que de ellos necesitara. ¿Véis estas multitudes? Ellas no necesitan del oásis porque no sienten sed, ni se fatigan, me basta trasmitirles el mensaje que por mi conducto les envía el Señor de la gran ciudad, para que se levanten, encontrando en cada paso fuerzas por el ideal que tienen de alcanzar aquel Reino.
Dejad el manantial a los sedientos, para que en él encuentren descanso y apaguen su sed los que sufren los rigores del desierto, vuestro orgullo y egoísmo os han cegado, mas ¿De qué os ha servido el ser dueño de este pequeño oásis, si vivís en esta soledad y os habéis privado de conocer la gran ciudad que juntos buscábamos? ¿Ya olvidásteis aquel ideal que fue de los dos?
Aquél varón escuchando en silencio al que fuera fiel y abnegado compañero, prorrumpió en llantó porque sintió arrepentimiento de sus errores, y arrancándose las falsas galas, se fue en busca del punto de partida que era donde el desierto empezaba, para seguir el camino que lo llevara a la gran ciudad; mas ahora marchaba iluminado su sendero por una nueva luz, la de la fe y el amor a sus semejantes”.
Yo soy el Señor de la gran ciudad y Elías el anciano de mi parábola, es la “voz del que clama en el desierto”, es el que nuevamente se manifiesta entre vosotros, en cumplimiento a la revelación que os dí, en la transfiguración del Monte Tabor.
El es quien os guía en el Tercer Tiempo hacia la gran ciudad, en donde os espero para entregaros el galardón eterno de mi amor.
Seguid a Elías ¡Oh pueblo amado! y todo cambiará en vuestra vida; en vuestro culto e ideales, todo será transformado.
¿Creías que vuestro culto imperfecto sería eterno? No, discípulos; mañana, cuando vuestro espíritu contemple en el horizonte la gran ciudad, dirá como su Señor: “Mi Reino no es de este mundo”